DONDE NACIÓ JESÚS
Anochecía cuando llegamos a Jerusalén. Era la hora azul de cuando el sol dora el cielo antes de apagarse. Desde una balconada veía por primera vez la ciudad, llena de casas blancas. Fueron unos minutos en que tomé un puñado de tierra, la miré y acerqué a mí para devolverla a su lugar. Un pequeño signo de gratitud y cercanía hacia la tierra de Jesús, un gesto no programado en la hoja de ruta… y es que la peregrinación no es solo seguir una hoja de ruta, sino seguir conociendo a un hombre, a Jesús, Dios hecho humano, con una mirada creyente con la que recorrer los lugares donde vivió, murió y fue resucitado.
Primera parada: Nazaret. ¿Qué vivió Jesús en Nazaret? De hecho, la mayor parte de su vida se oculta en su pueblo natal –o quizás también en otra parte–, antes de su aparición en el Jordán. Nazaret se me asemeja a un árbol, con su tronco y sus ramas, pero no falto de raíces, ese lado oculto bajo tierra sin el que el árbol, sencillamente, no es. Intuyo que en Nazaret se va gestando mucho de Jesús. Él crece en un pueblo creyente que ora a Yahve, el Señor del Antiguo Testamento. Imagino a Jesús experimentando primero en su propia casa y en Nazaret la angustia y miedo de los pobres en Galilea; lo percibo en medio de tanto sufrimiento despertando a la esperanza en una vida nueva, porque así lo quiere Dios, que se desvive por la sed de justicia y el llanto de su pueblo, a diferencia del Templo de Jerusalén, entregado escandalosamente al dinero y al poder, sin importarle la desgracia de la gente. En Nazaret –y fuera de Nazaret– imagino a un joven Jesús que se va haciendo hombre mientras deja a Dios Padre moldearlo según su voluntad, conmoviéndose por la compasión del Padre Bueno, esperanzado en el Reino que viene ya a liberar al pueblo oprimido y sufriente.
Nazaret, pues, me llama a detenerme ante el Misterio de Jesús, a meditar en oración y silencio, a no dejar de buscar, enraizada en el Evangelio y atenta a la vida, a la mía y a la de los demás, para tener motivos para responder con amor y bondad.
¿Y qué hay de Belén, donde nace el Mesías?. Allá me encuentro con dos estrellas. La primera, en la muralla que divide Belén. Desde el autobús saco fotos del elevado muro, hiriente, violento. Está lleno de grafitis. Uno de ellos muestra la valla en forma de círculo, y en medio, más alto que el hormigón, se alza el árbol de Navidad; debajo hay paquetes de regalos y en la punta, la estrella de Belén. Me impacta la fuerza del grafiti por su contraste con el muro. Es denuncia y es esperanza. Jesús viene allá donde se vulnera la paz, a enseñarnos a hacer la paz con la fuerza de la paz, no con la fuerza de la violencia. Ese es el regalo de Dios en Navidad y Año Nuevo, su regalo de cada día y de cada año, y no hay muro que impida que esa sed de paz nazca en el corazón de tantas mujeres y hombres en Palestina, Tierra Santa, y en todas las tierras santas donde Jesús vive y nos empuja a buscar la paz.
Más adelante me topo con la segunda estrella. En la gruta de los pastores, en la celebración de la Eucaristía, bajo la mirada y la hallo en el suelo, como una estrella del Cielo pegada a la tierra, para iluminarnos y orientarnos, mostrando el camino hacia Jesús en las estrellas que nos salen al paso en nuestro caminar. Pido perseverar en la fe y en la esperanza para buscar la estrella del Señor. Porque Jesús viene también hoy a derribar los muros de la opresión y la soberbia, y a construir la libertad, la solidaridad y la justicia con la fuerza de la debilidad de quien ama evitando dominar.
MUJER PEREGRINA
Era pasada la medianoche en el Santo Sepulcro. En la hora de Maitines mientras nos envolvía el suave canto gregoriano de los franciscanos y oíamos el relato de la Resurrección del evangelio de Juan, pensaba en las mujeres que se unieron a Jesús. La verdad es que a veces me cuesta imaginármelas en su grupo. Lo de los doce lo tenemos muy adentro y hay un gran vacío en la Iglesia sobre Jesús y la mujer. Voy tomando conciencia poco a poco de este hecho.
En los alrededores del Lago de Galilea me decía que muchas mujeres eligieron a Jesús, decidieron seguirlo. No me resulta fácil adivinar qué sería nacer mujer en aquel mundo donde el hombre era su dueño y señor. Bastantes mujeres debieron ver que la Buena Nueva también iba con ellas, confiaron en Jesús y se atrevieron a vivir una nueva hermandad y solidaridad… No sería fácil, pero aquellas mujeres decidieron seguir adelante. Y Jesús, con una libertad asombrosa, las aceptó. En Kafarnaum, mirando a los restos de la casa de Pedro, pensaba entre mí la sorpresa de más de una al ver a aquel hombre servir la mesa y, quizás, lavar los pies, o al verlo llorar ante Jerusalén, también cuando las trataba como discípulas y hasta aprendía de ellas… En el Reino de Dios no había espacio para la discriminación y exclusión por ser mujer, al contrario.
En medio de un sistema de dominación implacable, veo a un Jesús constructor de libertad con palabras, gestos y acciones en defensa de los pobres, entre ellos las mujeres, al servicio de la voluntad del Padre. Para Jesús Dios ha creado al ser humano a su imagen, hombre y mujer, para que vivan juntos en libertad, no para que el hombre someta a la mujer, pues no está por encima de ella y mucho menos es su dueño. Lo contrario es injusto, siembra sufrimiento y miedo en la vida de las mujeres, les impide tomar conciencia de que son hijas de Dios, amadas y llamadas por Él a actuar conforme a esa dignidad. ¿No es esto un pecado? Por tanto, erradicar la dominación del mundo que quiere Dios. No a las relaciones y estructuras de dominación en el grupo de Jesús. Nadie ha de estar por encima de nadie. Hombres y mujeres unidos, hermanos, hermanas con Jesús, todos hijas e hijos de Dios Padre.
No sé cómo viviría aquello María de Nazaret. Ella era una mujer creyente. ¿No meditaría las palabras de Jesús sobre aquella nueva familia extensa, que incluía a los desposeídos, excluidos, hambrientos, mujeres como ella…? ¿No era acaso la familia de las personas humildes que ponía en lo alto el Señor? María, mujer y madre, se me hace creíble cuando la barrunto buscando en su corazón el sentido de lo que hace Jesús, convirtiéndose y siguiéndolo.
Tampoco sé cómo reaccionaría María de Magdala al conocer a Jesús. Siendo mujer en aquel mundo patriarcal me la figuro asfixiada, fuera de sí, sin paz, descentrada y deshecha… y en estas, aparece Jesús. No me lo figuro pasando de largo, indiferente. Jesús es sensible. ¿Se compadecería y le preguntaría ‘Mujer, ¿por qué lloras?’, para después llamarla por su nombre, ‘María’? Intuyo que Magdalena vive una relación humana y una experiencia de fe sanadora, liberadora y dignificante, que se une a Jesús y a su causa, lo sigue fiel, colaborando en el Reino con más mujeres y, quizá, avanzando más que algunos hombres de poca fe.
Magdalena –junto a otras– no abandonará a Jesús en la hora de la cruz, como bien muestran los mosaicos del Golgota. Me la imagino rota pero sin dejar de buscar. Es más fuerte el amor salvador vivido con Jesús que todos sus miedos y su desesperación. Ha conocido lo que es resucitar en vida tras vivir la muerte, gracias a la experiencia de una familia solidaria, de iguales, sin dueño ni señor. Su fe en Jesús no ha podido ser una mentira. Y Jesús tampoco la abandonará ahora, en este trance. Vuelve a salir a su encuentro, a salvarla en esa nueva vida en construcción. Es más, percibo la confianza de Jesús Resucitado en María: la envía a sus hermanos. También envía a otras mujeres con Magdalena para que digan a Pedro y al resto que lo verán en Galilea. Las mujeres deciden ir y dar la noticia de su encuentro con Él a Pedro y los demás. ¿No será que también confiaba en ellas y las enviaba a anunciar el Evangelio en los días en que estaban creando aquella familia de hermanas y hermanos en Kafarnaum y en los pueblos de Galilea?
Acabando…
Fe en la oscuridad: vislumbro en la búsqueda de María la memoria de la experiencia vivida en tiempos de luz. Creo que Magdalena nos puede ayudar a mirar, descubrir y seguir con fidelidad a Jesús; las mujeres de los evangelios, que nos muestran a un Jesús siempre acogedor. No sólo eso. Son mujeres con determinación, amigas y creyentes leales que eligen seguir a Jesús en quien Dios se ha encarnado.
Quiero, queremos a un Jesús auténtico, no deformado. Un Jesús que nos ama, que camina con nosotras alentando nuestra esperanza. Si construir la libertad y la justicia para la mujer es también construir el Reino de Dios, y lo es, Jesús nos llama a no dominar. Nos llama a la conversión. La Iglesia debe escuchar su voz y renunciar al clericalismo vertical y al machismo, intolerables, y cambiar su mirada para ver a la mujer como un signo de los tiempos, participante y con poder de decisión en la Iglesia, con la dignidad de seguidoras de Jesús.
Ah, cuando las mujeres estamos ya en los primeros puestos, no nos olvidemos de Jesús y nos volvamos insensibles: atentas a la solidaridad con los últimos, que están en primer lugar en el mundo que Dios quiere. Escuchemos a Jesús. Porque ¿quién está libre del pecado del ‘primerismo’ y la dominación?