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De los ocho días transcurridos en Tierra Santa destacaría lo que la ciudad de Jerusalén ha provocado en mí; preguntándome si es un lugar de luz o, mejor dicho, de palabra y sangre, donde sus muros cantan la verdad de los siglos y de la historia, como si su esplendor difuminara a santos y demonios, hasta hacer que esta luz se entierre bajo la oleosa lámpara nocturna. Muchas son las guerras sobre guerras, acumulando escombros sobre escombros, hasta el punto de ocultar sus numerosos tesoros, sin poder ver al crepúsculo dorado fundirse en un horno soleado entre cipreses de madera y el fulgor de tanta escalinata. En ella, con la sabiduría que se genera en el estanque de Siloe, se cantan los muros entre manantiales de agua perenne.

Sigue siendo un lugar ardiente que muestra como lámpara y círculo de paz la Paz de todos y de todas, más allá de la sangre y el dolor que aún sostiene.
Son muchos los siglos que te habitan y siguen siendo testigos de la plegaria y la cólera, de la oración y las armas, de la sangre y la luz, de un corazón que late en cuatro cavidades: la soledad Armenia, con patios blancos y luz caliza tranquila; el ardor cristiano de la llama que no quema en esa luminosa herida del costado del inocente; el barrio Judío destruido y renacido tantas veces en mensajes escritos sin letras en el muro; en el rumor Musulmán en torno a la cúpula dorada azul adormecido sobre la roca de las rocas.

Quizás, para nosotros, todo pueda ser más fácil… si la vida de Cristo y nuestras vidas, las dejamos depender solamente de los añosos olivos que aún resisten en Getsemaní respirando suavemente, muy suavemente, las esperanzas del ser humano.

Mar Muerto confín de la madura invisibilidad y la dimensión extrema del ser. Tajo y sajadura del corazón hecho desierto y sed esmeralda titilante que reverbera, que asciende al cielo como fuego inflamado. Constelación de lejanías que trastoca el sentir y la memoria salitre salinosa y espesa que cristaliza la brisa inexistente de un sol hirviente.

El ritmo envolvente de su luz modela nuestro cuerpo llevándonos a la relajación y al abandono, a la plegaria sonámbula que respira delirios en la sombra de las palmeras hasta beber el blanco de los espacios de un más allá aquí fosilizado que siente la certeza del ser en el no ser. La carne se hace roca, lágrimas secas y piedras que saben que el tiempo pasa, que el vivir es desvivirse día tras día año tras año. Aquí ya no se habla, las palabras se vuelven silenciosas mientras retornamos al silencio de la luz.

Un extraño e infinito extravío perdura en el tiempo hasta encender la llama del vivir finito. Sabiendo que es dulce la muerte del saber que nos entrega la savia de la vida donde no se deja espacio a la sed de ansiarnos o perecer bajo la angustia del poseer. Somos respirados por un mundo que muere y vive en calma que genera silencios salinos que dan Vida.  

Aquí podemos abatir los cielos y el desierto elevando los ojos hacia el sol. Podemos contemplar y salir de nosotros mismos estando muy adentro, sumidos en un círculo que gira para regresar a la estrella perdida y al olvidado astro que aún somos. Que en nuestra travesía del desierto por todos los desiertos de la vida inspiremos y expiremos sin temor hasta oír los susurros de la Palabra de Quien vino a sembrar la luz en la existencia. Que nos dejemos arrebatar por ésta luz tan morosa y lenta siendo luz donde perdernos y morir para nacer hechos ofrenda…

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